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lunes, 11 de enero de 2010

Partir el tórax a la mitad y apuñalarme. Sacar y volver a clavar el filo oxidado del metal. Sentir cómo el ardor se esparce por todo mi cuerpo y me quema. Perder la fuerza en cada golpe y destruir aún más mi interior. Reemplazar el calor sofocante por el frío helado en cuestión de segundos. Dejar de sangrar, dejar de doler, dejar de llorar. Al fin, poder sentir la paz.

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